Reflexion historica del arte callejero Graffiti en las calles bogotanas.
 |
| Graffiti de la Calle 26 |
Por: Christopher Tibble* Bogotá
Guache, un artista urbano, no se inmuta: “nos tomamos este muro sin
autorización”. Son las dos de la tarde y hace un calor infernal, inusual
para finales de septiembre. Yurika y Nice, dos artistas de larga
trayectoria, trabajan a su lado. Varios transeúntes pasan y se quedan
mirando la intervención. Algunos toman fotos, otros la comentan desde la
estación de Transmilenio. Cada tanto, una patrulla sube de la calle 26 y
atraviesa la avenida Caracas. “La policía ya vino y nos pidió un
permiso, pero no hicieron nada. Últimamente, en Bogotá se ha legitimado
bastante la práctica de pintar en la calle”, dice Guache.
Sus murales, de carácter político, se ven por toda la ciudad: rostros de
indígenas coloridos y salvajes, calaveras, penachos, panteras, tuzas de
maíz, a veces acompañados por frases como “nuestro norte es el sur” o
“fuerza mestiza”. Clarisa Ruiz, Secretaria de Cultura, Recreación y
Deporte, lo ha descrito como un Da Vinci de la calle. La obra de Guache hace parte de una corriente que cada vez toma más fuerza alrededor del mundo: el arte urbano o street art,
un estilo que tiene al británico Banksy como mayor exponente y que
desafía la idea del grafiti como una práctica espontánea, ilegal y
anónima. Gracias a técnicas como el esténcil, los stickers y el muralismo, el arte urbano ha sido acogido por el público y las autoridades.
 |
| Esténciles de Djlu. Fotos: Iván Valencia. |
Hoy su popularidad es tal, que algunos de sus principales exponentes
venden sus obras en galerías y exponen en museos. Stinkfish, uno de
ellos, incluso diseñó la pasarela de Prada para la Semana de la Moda de
Milán en 2013. De hecho, según la página web de viajeros Trip Advisor,
la cuarta mejor actividad para hacer en Bogotá es un
tour de
arte urbano. El recorrido, organizado desde hace tres años por el
australiano Christian Peterson, muestra algunas de las principales
piezas de la Candelaria, muchas hechas en los últimos años por artistas
internacionales como Ronzo, de Alemania o Pez, de Barcelona. El
street art, al igual que el grafiti, vive una bonanza, “hace 15 años éramos 20 gatos, ahora somos 8.000”, comenta Yurika.
Si bien trazar la historia del grafiti es una tarea compleja por su
naturaleza efímera y clandestina, se cree que la primera ola de arte
callejero en Bogotá ocurrió a comienzos de la década de los setenta,
haciendo eco de las protestas estudiantiles de Mayo ’68 en París. “Ese
año, en la capital francesa fue la primera vez que la gente se apropió
de las paredes con frases como “seamos realistas, hagamos lo imposible”,
asegura el grafitero y autor de libros infantiles Keshava Liévano. Ese
espíritu contestatario, adaptado al contexto colombiano, desembocó en un
grafiti de consigna muy original, que fluctuaba entre frases
izquierdistas a favor de grupos subversivos como el M-19 y expresiones
humorísticas como “no pise la hierba, ¡fúmela!”.
 |
| Grafiti de consigna de Keshava Liévano. Cortesía: Luís Liévano. |
Según Liévano, ese tipo de grafiti, que tenía como epicentro la
Universidad Nacional, se consolidó en los ochenta con un evento
específico: cuando el presidente Belisario Betancur, en un intento por
congraciar su proceso de paz, invitó a los ciudadanos a salir a pintar
palomas. Los grafiteros de consigna se valieron de la coyuntura e
inundaron la ciudad de mensajes. Fue por esas fechas que Liévano rayó su
primer muro.
Escribió: “no más palo-mas”, un juego de palabras que aludía al MAS, el primer grupo paramilitar financiado por el narcotráfico.
La gente vivía pendiente de los mensajes de los grafiteros. Podían
verse algunos humorísticos, como “se hace gamín al andar”; “el niño Dios
son los papás”; o “levántense haraganes, la tierra es pa’ que la
trabajen”, escrito a las afueras de un cementerio; otros dicientes: “paz
bio-lenta”; “Pienso, luego desaparezco”; unos feministas, al estilo de
“mujer: ni sumisa ni devota: te quiero libre, linda y loca”, y otros
extrañamente líricos, como: “arriendo nube, sector presidencial”.
Los muros se convirtieron entonces en un lienzo donde era posible decir
lo que no se debía decir, y sus autores, de repente, se volvieron
celebridades.
El Espectador, por ejemplo, mostraba los grafitis de la semana. A finales de los ochenta, durante el
boom de las consignas, apareció otra corriente, distinta pero igual de rebelde. Se trataba del grafiti
writing,
también conocido como letras, proveniente de la cultura del hip hop
estadounidense. Nacido en el submundo del metro de Nueva York y las
calles de Filadelfia en los setenta, los practicantes del
writing,
casi todos adolecentes, tenían un objetivo: firmar la mayor cantidad de
veces su nombre en espacios públicos. “El sentirse invisibles en las
ciudades los llevó a escribir: yo estoy aquí”, dice Camilo López,
director creativo de Vértigo Graffiti, marca que financia proyectos de
arte callejero.
Poco a poco, las firmas, conocidas como
tags,
evolucionaron. Buscando mostrar su destreza y superioridad, los
grafiteros empezaron a hacer obras más complejas, conocidas como pieces.
Así entonces, en un duelo que fomentó la creatividad, los trenes de
Nueva York se transformaron en lienzos multicolores, colmados de letras
bombeadas y caricaturas. El mensaje de los adolecentes no era otro que
hacer presencia, reclamar un sitio en la ciudad.
Ese estilo
llegó a Colombia, al igual que el hip hop, en barcos que anclaban en
Buenaventura y hoy es la corriente de grafiti que predomina en los muros
de las ciudades y pueblos del país.
En ese entonces, como hasta hace poco, el arte callejero tenía una
connotación de vandalismo. En Bogotá, quizá la primera excepción fue la
obra del francés Nemo, que durante la primera alcaldía de Antanas
Mockus, a mediados de los noventa, hizo una serie de 160 esténcils de un
hombre negro, acompañado a veces de un paraguas rojo o montando en
bicicleta. “Se puede decir que con él comienza el street art en la
ciudad”, opina Djlu, artista urbano. Desde la aparición del francés, los
tres estilos de grafiti se empezaron a apropiar, clandestinamente, del
espacio público. Pero todo eso cambió hace poco.
Antes de 2011, en Bogotá, como en casi todas las ciudades de
Latinoamérica, no había una reglamentación específica para la situación
del arte callejero. Hubo algunas iniciativas para promoverlo, como
cuando en 2006 el colectivo Mefisto y el programa de la alcaldía Jóvenes
Sin-Indiferencia organizaron una intervención en unas paredes de la
avenida 30. El grafiti solo entró en la esfera púbica en agosto
de 2011, a raíz del asesinato a manos de un policía de Diego Felipe
Becerra, un joven de 17 años quien pintaba debajo del puente de la calle
116 con avenida Boyacá. El episodio, de por sí lamentable,
tomó dimensiones drásticas cuando se reveló que los agentes manipularon
la escena del crimen para hacer ver a Becerra como un atracador. Su caso
se transformó en un debate público en torno a la legalidad del grafiti.
“Todo cambia con ese episodio. De repente, un decreto que iba a ser de
prohibición se convierte de fomento”, recuerda Clarisa Ruiz.
Un año antes de la muerte de Becerra y como resultado de una demanda, un
juez había obligado al distrito a reglamentar el grafiti a través de un
acto administrativo. Este originalmente iba a tener una naturaleza
restrictiva y coactiva, pero el homicidio y el escrutinio público
obligaron a la alcaldía a replantear la cuestión. Fue así como en 2012
se creó la Mesa Distrital del Grafiti, con el fin de darle cabida a la
opinión de los grafiteros. De los diálogos entre los funcionarios
públicos y los artistas surgió, en febrero de 2013, el decreto 075, para
promover la práctica responsable del grafiti. Desde entonces, el
distrito ha designado zonas legales para pintar, ha auspiciado
intervenciones y ha hecho talleres pedagógicos.
 |
| Nice pinta en la intervención de la calle 26 con Caracas. Foto: Iván Valencia. |
Para no ir muy lejos, justo detrás del muro donde trabajan Guache, Yurika y Nice, se alcanza a ver
El beso de los invisibles, la segunda pieza de street art más grande del país –la primera,
Prisma Afro,
está en Cartagena–. Inspirada en el beso que se dieron Hernán y Diana,
habitantes de la calle, en una visita del presidente Santos al ‘Bronx’,
la obra, de 300 metros cuadrados, costó más de cien millones de pesos.
Su subvención estuvo a cargo del Instituto Distrital de las Artes, en
conjunto con la marca de ropa Seven Seven, Homecenter y Vértigo
Graffiti. “La idea era cambiar la imagen de la calle 26, que a raíz del
escándalo de contratación de los Nule había quedado asociada con la
corrupción”, dice Germán Gómez, de la Secretaría de Cultura. La
gigantesca pieza, hecha por cinco artistas, incluido Yurika, hizo parte
de una iniciativa que la alcaldía lideró el año pasado para intervenir
artísticamente esta área.
 |
| El beso de los invisibles, Vértigo Grafiti. Foto: Iván Valencia. |
“El fomento del distrito nos abrió una puerta para poder vivir de
nuestro arte, si bien se ha perdido un poco la idea romántica de la
ilegalidad y de la transgresión”, dice el artista Cazdos.
El
decreto, en vez de señalar una serie de áreas específicas donde se
permite hacer grafiti, enumera los espacios en los que está prohibido,
como vehículos y estaciones del sistema de transporte público, la
ciclovía y señales de tránsito. En cuanto a la propiedad
privada, establece que es legal siempre y cuando el artista cuente con
el permiso del dueño del inmueble. El decreto, además, no distingue
entre arte urbano, grafiti writing y de consigna.
En algunos casos, la policía aprueba el arte urbano, pero desconoce los
otros dos estilos. En marzo, por iniciativa del general Palomino,
director de la policía, las autoridades decidieron, sin el aval del
distrito, limpiar varios grafitis de la 26. “Hay algunas pinturas que
han hecho en estos sectores que no se pueden considerar grafitis; no
tienen una forma muy profesional, sino al contrario, tienen palabras
inadecuadas”, dijo el coronel Juan Carlos Vargas a Blu Radio. Esa
diferenciación arbitraria por parte de las autoridades ha molestado a
varios artistas. “A la gente le encanta el arte urbano porque lo
entiende, pero odia el
writing porque es un código que no busca
ser entendido. Pero, ¿quién demonios le dio a la policía la calidad de
curador de arte, si en últimas todos estamos haciendo lo mismo, solo que
con diferente estética?”, se pregunta Djlu.
El debate en torno a los distintos tipos de arte en la calle es
complejo, porque a menudo los estilos se mezclan o se complementan. En
un estudio realizado por Idartes en 2012, se concluyó que sesenta por
ciento del público no distingue entre los géneros; pero esa misma
encuesta también demostró que cuatro de cada cinco ciudadanos cree que
el grafiti le aporta a Bogotá. A pesar de cruces esporádicos con la
policía, para Cheché, miembro del colectivo Toxicómano y de la mesa
distrital de grafiti, hoy la situación es óptima: “Antes de la muerte de
Diego Felipe, la policía hacía lo que se le diera la gana. A veces le
desocupaban los aerosoles en el pelo a las personas y trataban a los
pelados como delincuentes. Lo que hacen los muchachos es quizá
imprudente, pero no es un crimen. El decreto 075 los protege y ahora
nunca hay cárcel o detención. Máximo hay amonestaciones escritas,
sanciones verbales, multas o cursos”, asegura.
Hacia el final de la tarde, la ropa de Guache ya tiene varias manchas de
pintura. Está a punto de terminar su obra, el rostro acostado de un
indígena. Nice, a su lado, usa una polea para alcanzar los extremos más
altos de un caballo naranja y Yurika, al fondo, trastoca con trazos
veloces sus letras. “Lo increíble de pintar en la calle es que
cualquiera le puede dar valor a la pieza”, dice Guache, quien se
detiene, antes de continuar: “
Es la naturaleza de la pintura lo que importa y no lo que la rodea. Es un museo en la calle”.
Agradecimientos:
Revista Arcadia