Reflexion historica del arte callejero Graffiti en las calles bogotanas.
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| Graffiti de la Calle 26 |
Por: Christopher Tibble* Bogotá
Guache, un artista urbano, no se inmuta: “nos tomamos este muro sin autorización”. Son las dos de la tarde y hace un calor infernal, inusual para finales de septiembre. Yurika y Nice, dos artistas de larga trayectoria, trabajan a su lado. Varios transeúntes pasan y se quedan mirando la intervención. Algunos toman fotos, otros la comentan desde la estación de Transmilenio. Cada tanto, una patrulla sube de la calle 26 y atraviesa la avenida Caracas. “La policía ya vino y nos pidió un permiso, pero no hicieron nada. Últimamente, en Bogotá se ha legitimado bastante la práctica de pintar en la calle”, dice Guache.Sus murales, de carácter político, se ven por toda la ciudad: rostros de indígenas coloridos y salvajes, calaveras, penachos, panteras, tuzas de maíz, a veces acompañados por frases como “nuestro norte es el sur” o “fuerza mestiza”. Clarisa Ruiz, Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte, lo ha descrito como un Da Vinci de la calle. La obra de Guache hace parte de una corriente que cada vez toma más fuerza alrededor del mundo: el arte urbano o street art, un estilo que tiene al británico Banksy como mayor exponente y que desafía la idea del grafiti como una práctica espontánea, ilegal y anónima. Gracias a técnicas como el esténcil, los stickers y el muralismo, el arte urbano ha sido acogido por el público y las autoridades.
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| Esténciles de Djlu. Fotos: Iván Valencia. |
Si bien trazar la historia del grafiti es una tarea compleja por su naturaleza efímera y clandestina, se cree que la primera ola de arte callejero en Bogotá ocurrió a comienzos de la década de los setenta, haciendo eco de las protestas estudiantiles de Mayo ’68 en París. “Ese año, en la capital francesa fue la primera vez que la gente se apropió de las paredes con frases como “seamos realistas, hagamos lo imposible”, asegura el grafitero y autor de libros infantiles Keshava Liévano. Ese espíritu contestatario, adaptado al contexto colombiano, desembocó en un grafiti de consigna muy original, que fluctuaba entre frases izquierdistas a favor de grupos subversivos como el M-19 y expresiones humorísticas como “no pise la hierba, ¡fúmela!”.
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| Grafiti de consigna de Keshava Liévano. Cortesía: Luís Liévano. |
Los muros se convirtieron entonces en un lienzo donde era posible decir lo que no se debía decir, y sus autores, de repente, se volvieron celebridades. El Espectador, por ejemplo, mostraba los grafitis de la semana. A finales de los ochenta, durante el boom de las consignas, apareció otra corriente, distinta pero igual de rebelde. Se trataba del grafiti writing, también conocido como letras, proveniente de la cultura del hip hop estadounidense. Nacido en el submundo del metro de Nueva York y las calles de Filadelfia en los setenta, los practicantes del writing, casi todos adolecentes, tenían un objetivo: firmar la mayor cantidad de veces su nombre en espacios públicos. “El sentirse invisibles en las ciudades los llevó a escribir: yo estoy aquí”, dice Camilo López, director creativo de Vértigo Graffiti, marca que financia proyectos de arte callejero.
Poco a poco, las firmas, conocidas como tags, evolucionaron. Buscando mostrar su destreza y superioridad, los grafiteros empezaron a hacer obras más complejas, conocidas como pieces. Así entonces, en un duelo que fomentó la creatividad, los trenes de Nueva York se transformaron en lienzos multicolores, colmados de letras bombeadas y caricaturas. El mensaje de los adolecentes no era otro que hacer presencia, reclamar un sitio en la ciudad. Ese estilo llegó a Colombia, al igual que el hip hop, en barcos que anclaban en Buenaventura y hoy es la corriente de grafiti que predomina en los muros de las ciudades y pueblos del país.
En ese entonces, como hasta hace poco, el arte callejero tenía una
connotación de vandalismo. En Bogotá, quizá la primera excepción fue la
obra del francés Nemo, que durante la primera alcaldía de Antanas
Mockus, a mediados de los noventa, hizo una serie de 160 esténcils de un
hombre negro, acompañado a veces de un paraguas rojo o montando en
bicicleta. “Se puede decir que con él comienza el street art en la
ciudad”, opina Djlu, artista urbano. Desde la aparición del francés, los
tres estilos de grafiti se empezaron a apropiar, clandestinamente, del
espacio público. Pero todo eso cambió hace poco.
Antes de 2011, en Bogotá, como en casi todas las ciudades de
Latinoamérica, no había una reglamentación específica para la situación
del arte callejero. Hubo algunas iniciativas para promoverlo, como
cuando en 2006 el colectivo Mefisto y el programa de la alcaldía Jóvenes
Sin-Indiferencia organizaron una intervención en unas paredes de la
avenida 30. El grafiti solo entró en la esfera púbica en agosto
de 2011, a raíz del asesinato a manos de un policía de Diego Felipe
Becerra, un joven de 17 años quien pintaba debajo del puente de la calle
116 con avenida Boyacá. El episodio, de por sí lamentable,
tomó dimensiones drásticas cuando se reveló que los agentes manipularon
la escena del crimen para hacer ver a Becerra como un atracador. Su caso
se transformó en un debate público en torno a la legalidad del grafiti.
“Todo cambia con ese episodio. De repente, un decreto que iba a ser de
prohibición se convierte de fomento”, recuerda Clarisa Ruiz.
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| Nice pinta en la intervención de la calle 26 con Caracas. Foto: Iván Valencia. |
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| El beso de los invisibles, Vértigo Grafiti. Foto: Iván Valencia. |
En algunos casos, la policía aprueba el arte urbano, pero desconoce los otros dos estilos. En marzo, por iniciativa del general Palomino, director de la policía, las autoridades decidieron, sin el aval del distrito, limpiar varios grafitis de la 26. “Hay algunas pinturas que han hecho en estos sectores que no se pueden considerar grafitis; no tienen una forma muy profesional, sino al contrario, tienen palabras inadecuadas”, dijo el coronel Juan Carlos Vargas a Blu Radio. Esa diferenciación arbitraria por parte de las autoridades ha molestado a varios artistas. “A la gente le encanta el arte urbano porque lo entiende, pero odia el writing porque es un código que no busca ser entendido. Pero, ¿quién demonios le dio a la policía la calidad de curador de arte, si en últimas todos estamos haciendo lo mismo, solo que con diferente estética?”, se pregunta Djlu.
El debate en torno a los distintos tipos de arte en la calle es complejo, porque a menudo los estilos se mezclan o se complementan. En un estudio realizado por Idartes en 2012, se concluyó que sesenta por ciento del público no distingue entre los géneros; pero esa misma encuesta también demostró que cuatro de cada cinco ciudadanos cree que el grafiti le aporta a Bogotá. A pesar de cruces esporádicos con la policía, para Cheché, miembro del colectivo Toxicómano y de la mesa distrital de grafiti, hoy la situación es óptima: “Antes de la muerte de Diego Felipe, la policía hacía lo que se le diera la gana. A veces le desocupaban los aerosoles en el pelo a las personas y trataban a los pelados como delincuentes. Lo que hacen los muchachos es quizá imprudente, pero no es un crimen. El decreto 075 los protege y ahora nunca hay cárcel o detención. Máximo hay amonestaciones escritas, sanciones verbales, multas o cursos”, asegura.
Hacia el final de la tarde, la ropa de Guache ya tiene varias manchas de pintura. Está a punto de terminar su obra, el rostro acostado de un indígena. Nice, a su lado, usa una polea para alcanzar los extremos más altos de un caballo naranja y Yurika, al fondo, trastoca con trazos veloces sus letras. “Lo increíble de pintar en la calle es que cualquiera le puede dar valor a la pieza”, dice Guache, quien se detiene, antes de continuar: “Es la naturaleza de la pintura lo que importa y no lo que la rodea. Es un museo en la calle”.





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